Macrobiotica – de la ciudad al campo

Macrobiotica – de la ciudad al campo

Si acompañan mis publicaciones posiblemente ya se han dado cuenta que vivo en el campo. Pero fue sólo hace unos 2 años que decidí que quería salir de la ciudad.

Nacida y criada en Lisboa, tuve la suerte de tener abuelos (maternos y paternos) en las zonas rurales de Portugal. Por esa razón, en las vacaciones de mi infancia sempre me fue al campo. Tuve un contacto cercano con huertos, gallinas, ovejas, vacas, cabras, vi y ayudé a hacer queso, a hacer pan y todas esas cosas que, a lo largo de los años me fue después acostumbrando a comprar, sin cuestionar de dónde venian o cómo fueron hechas.

Me recuerdo ser adolescente y querer estar en la ciudad, donde todo sucedía, donde podía ir al cine en cualquier momento, ver escaparates de tiendas, ir a bares, o discotecas a cualquier día de la semana … «animación» constante. He tenido una juventud bastante dentro de los estándares dichos normales en esta sociedad. Estuve en colegio, después universidad y me acuerdo de empezar a trabajar con la creencia de que iba a «conquistar el mundo», tener mucho dinero, andar de tacones, comprar buenos coches, una buena casa, el matrimonio perfecto y un montón de hijos, respectando la tradición.

Tal como en las películas de Hollywood y los anuncios publicitarios, creía que la felicidad venía de fuera, que cuanto más tuviera, más feliz sería.

Y empecé a trabajar, pudiendo comprar lo que quería y tener mi independencia. Y a valorar más y más las experiencias. Y a cuestionar más y más lo que hacía y lo que quería para mí. Al final, el mito en que creía hasta entonces no me satisfacía tanto.

Di muchas vueltas y tumbos, viví aquí y allá, y cuando finalmente decidi regresar a Portugal y comenzé a estudiar Macrobiótica, en el IMP, encontré una filosofía con la que me identificaba. Inicialmente, la alimentación fue realmente lo que me enganchó. Pero a medida que fue descubriendo más y más, la fascinación se volvió hacia la armonía con la naturaleza.

Entonces me encontré embriagada con todo lo que había aprendido y en el qué creía, y frustrada porque no lo conseguia vivir en el día a día.

Continuaba a ir en coche a la oficina donde trabajaba, de las 9h a las 18h, en un negocio en el que no creía, a perder horas y paciencia en el tráfico, a comprar todos los alimentos que consumía, a correr para llegar a horas a las clases de yoga semanales donde intentaba encontrar algún equilibrio y mover un poco el cuerpo («atrofiado» por tantas horas sentada delante de un ordenador), a desear que llegaran las vacaciones para poder viajar a un lugar lejano donde pudiera ser yo.

En este proceso, casi abrí un restaurante macrobiótico, empecé a utilizar mis vacaciones y fines de semana para cocinar en retiros y eventos … y de repente, el Universo me brindó con la posibilidad de empezar todo desde cero.

Me mudé al Alentejo, donde vivo ahora, en un lugar rodeado de árboles. Por la mañana, los pajaritos me despiertan con su canto. Abro la puerta y voy fuera al limonero a coger uno de sus frutos. Bebo un vaso de agua caliente con unas gotas de jugo de limón y comienzo mi día. Normalmente, subo la montaña para ver el nivel del depósito del agua. En los días en que no está lleno, miro al cielo y si el Sol está brillando, aprovecho para encender la bomba (alimentada por energía solar, como todo aquí en casa) que saca agua del pozo y llena el depósito, arriba, que nos abastece.

Después de la subida y bajada, ya con unos 15 minutos de una hermosa caminata, tomo mi desayuno. Sigo después para el bosque para coger la leña que de invierno calienta nuestra casa, o para el huerto, donde generalmente tengo que arrancar las hierbas, cosechar los vegetales que voy a usar para hacer el almuerzo, matar o coger algunas plagas que comen tanto como nosotros , ayudar a construir los muros que mañana van a ser nuevas terrazas para producir más alimentos, plantar, sembrar, regar, o simplemente contemplar para todo mejor vengar.

La mañana pasa tan rápido que generalmente se empieza a hacer el almuerzo a la hora que antes yo merendava. Llego a casa con una cesta llena de vida y, diariamente, tengo la oportunidad de crear algo nuevo, haciendo de nuestra cocina un lugar de placer, armonía y mucha alquimia. Las comidas se hacen casi siempre allí fuera e incluso cuando el viento sopla fuerte, nos reímos si una hoja cae dentro de nuestro té, o vaso de vino.

La taza de té, que marca el final de la comida, nos acompaña después en la tarea de llevar los restos de comida al compuesto, traer leña a la casa, encender el fuego y mirarlo en los primeros minutos , asegurando que la llama sube y nos calienta. Cada día es un placer contemplar al fuego.

 Y cuando todo está caliente y normalmente ya es noche, tenemos tiempo para leer un libro, ver una película, experimentar una receta de un pastel o de una nueva conserva, colgar un cuadro en la pared, discutir el plan de trabajo del día siguiente o lo que haga falta y apetezca.

Cuando llegamos a la cama hay solamente la certeza de que al día siguiente los pájaros volverán a cantar, pero todas las actividades van a ser dictadas por la fuerza con que el viento sopla, o el grosor de las gotas de la lluvia, que cuando caen fuertes, como hoy, me traen de vuelta a la escritura tantas veces olvidada.

A pesar de en muchos días estar fuera de nuestro paraíso, a dar formación o a cocinar en eventos, me siento muy afortunada por tener la oportunidad de vivir en un lugar donde diariamente tengo la posibilidad de contemplar la naturaleza, vivirla, sentirla, respetarla y amarla. Respirar profundamente en los momentos menos felices, y expirar mirando el horizonte, con la certeza de que la tristeza también forma parte de cada uno de nosotros.

Estoy agradecida, sobre todo, por el tiempo que ahora es eterno. El frenesí que vivia cuando estaba en Lisboa, se intercambió por la tranquilidad de una vida en la que gano menos dinero que antes, en que consumo mucho menos y casi no viajo. Y lo curioso es que me siento mucho más rica. Porque considero una gran riqueza tener la oportunidad de hacer lo que amo, tener tiempo para mí, poder producir gran parte de lo que consumo, sentirme responsable por todas mis actitudes y decisiones, poder respetar el medio ambiente y creer que con mis acciones estoy contribuyendo a que mis hijos crezcan en un mundo mejor que el que yo he encontrado.



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